Era una noche cerrada y fría y, para colmo, estaba lloviendo. Manresa es una ciudad gélida en invierno y yo estaba calado hasta los huesos. Plantado en la estación, acababa de perder el último autobús que me hubiera llevado a casa de mis padres en Barcelona e irremediablemente debería pasar la noche en la capital del Bàges; además, en la carrera desesperada para no alcanzar mi bus, había perdido la cadena de oro que me había regalado mi novia unos meses antes.

Acababa de llegar cedido por el Barça al TDK Manresa, equipo en el que llevaba jugando unos cuatro meses, cuando sentado en un banco de una plaza cercana me puse a hacer algo que muy pocas veces en mi vida había hecho hasta ese momento: pensar…

La verdad es que con mis 20 años no había realizado ese ejercicio tan recomendable muy a menudo y me parecía hasta raro el poder hacerlo; ni siquiera notaba la lluvia que caía incesante y mojaba todo mi cuerpo.

Analicé mi vida y cómo había cambiado en tan poco tiempo: de jugar la Euroliga, disfrutar de minutos de juego al lado de mis ídolos y el club de mis sueños, con un futuro muy prometedor… a jugar en el club más modesto de la Liga, con la única aspiración de no descender, sin minutos de juego apenas y con un entrenador que en absoluto confiaba en mí.

¿Qué me había pasado? Gran pregunta. Pocas veces nos hacemos preguntas a nosotros mismos porque sabemos las respuestas y eso nos da miedo…; más que miedo, ¡pánico! Analicé qué había hecho para llegar a esa situación y qué había hecho para salir de ella, cómo me había comportado, qué me podía ayudar y qué no, qué objetivos podía tener y qué opciones se me podían presentar y, sobre todo, qué futuro me esperaba si las cosas seguían el curso que presumían… y éste no era nada halagüeño.

Desnudé mi yo interior y me prometí a mí mismo que saldría como fuera de esa situación y que acabaría triunfando en mi profesión, que me marcaría objetivos y desde ese mismo momento, los seguiría a rajatabla para lograrlos.

En aquella noche fría y lluviosa, fui consciente por primera vez en mi vida de que si quería triunfar nunca más debería volver a quejarme, a culparme a mí o a los demás, a excusarme por mis errores o a justificar mis faltas.

Ese día cambió mi vida… y también me salvó.

Continuará…

Roger Esteller